Conocí a una chica con la mirada tan triste que las flores se marchitaban cuando ella las miraba. Los pájaros dejaban de cantar, la comida se echaba a perder, los cajeros automáticos cambiaban los número secretos de las tarjetas de crédito y débito, las cisternas dejaban se vaciaban, las baterías se agotaban, las hojas de los libros se pegaban y nadie podía abrirlos con ella delante. Le dije que tenía que encontrar algún remedio, estaba a un ayuno más de morirse de hambre, su mirada te atravesaba y te dolía en tus huesos. Lo tengo, me contestó, pero me dan miedo los efectos secundarios. Me habló de la poción que borraba los malos recuerdos, inventada por dos sabios alquimistas de Babilonia, que consagraron su vida a encontrar la fórmula. Era capaz de eliminar los recuerdos que provocan las personas con entrañas de metal y corazón de mármol, la clase de seres que roban la comida de un niño y los pequeños ahorros de una viuda pobre, que rompen corazones puros y siguen viviendo sin remordimientos. Los soldados que habían visto morir despedazados a sus compañeros, que despertaban sudando y aullando cada noche, recobraban la sonrisa. Recuerdos de derrotas y causas perdidas, traiciones o fracasos, tragedias mayúsculas o minúsculas, todo se esfumaba. Las chicas quebradas volvían a ser de una pieza, los ultrajados reían mientras movían las nubes con el pensamiento. El brebaje para borrar los recuerdos amargos hacia todo eso y mucho más, te convertía en alguien limpio y preparado para una nueva vida. Pero... ¿por qué no lo tomaba? Me dio un suave beso en el cuello con sus labios fríos y me soltó que eso me lo contaría otro día. Su beso me dejó un cardenal que tardó en borrarse de mi piel once meses y once días.
Me llamó desde el aeropuerto, había intentado coger un taxi pero no recordaba su propia dirección. Cuando la recogí todo el mundo a su alrededor sonreía, cinco personas se habrían ofrecido desinteresadamente para llevarla a casa pero no era capaz de recordar donde había vivido durante los últimos 43 años, las ratas salían de las alcantarillas y correteaban como si no hubiera nadie, también le habían robado una maleta. Estaba cambiada, había viajado a los infiernos del olvido y la soledad, visitado el Hades de la derrota, se había perdido por los polvorientos caminos de la antigua Babilonia, atravesado el desierto de la memoria para volver rejuvenecida y radiante. Su mirada me dio paz y ya no alteraba la tonalidad de las canciones, ni hacía toser a los policías, estaba en su peso ideal, guapa como antes de la peste de la tristeza infinita. Tuve que guiarla hasta su propia habitación, todos sus ingratos recuerdos habían desaparecido, le costó reconocer a su hermana. Me fui cuando empezaron a recordar su niñez, sus días de playa en Oropesa, resultaba evidente que eran días sagrados que no habían sido absorbidos por la obra de los sabios alquimistas babilónicos. Me moría de ganas de conocer los detalles y un par de días después quedamos. Me contó lo que le costó volver, todas las veces que la habían engañado, taxistas, policías, aduaneros, señoras de la limpieza, un médico y un abogado, funcionarios avispados o simples transeúntes. Emitía un aire de bondad que resucitaba mariposas pero también cucarachas, toda la experiencia negativa ahogada en la poción la había convertido en una niña que pensaba que el mundo entero era bueno. En el pub en que nos sentamos me sorprendió que no conociera las canciones. Le encantó Penny Lane: ¡que buena es ésta, la voz es igual que la de McCartney". Vamos, le dije yo, has oído ese tema cinco mil veces. Pero no, debía tenerla asociada a un mal recuerdo y la había olvidado. De su bolso sacó una botellita de plástico, mira, me dijo, puedes olvidarlo todo, todo lo que te hizo daño, sólo es dar un trago, a nadie más se lo he ofrecido, eres un ángel y te lo mereces. Me quedé helado y dudé...
Llámame cobarde pero no me atreví. No soporté la visión de estar expuesto otra vez a los mordiscos inmisericordes del mundo de los seres humanos sin mi amplia colección de recuerdos avinagrados. Aunque venían a torturarme con demasiada frecuencia también me prevenían de nuevos fraudes, cometería otros errores pero, al menos, no serían los mismos.
Unas amigas suyas llegaron al pub entonces y comenzaron a gritar y abrazarse y reír como locas y beber sin pausa hasta que el reencuentro le costó 230 euros.
Al día siguiente, fumando en el balcón, vi con mis propios ojos como delante de mí se marchitaban todas las flores de mi madre, era imposible afinar las guitarras, las notas de la armónica se habían mezclado y donde debía sonar Do, sonaba Sol#, donde Re, Si bemol, así todas. Intenté abrir un libro y era imposible, ni con las tijeras del pescado conseguí separar las hojas. Me miré en el espejo y mi propia mirada me hizo llorar: me había contagiado de la negra enfermedad de la tristeza permanente e infinita.
Renuncié al móvil, la batería pasaba del 100% a cero en seis minutos, por supuesto la moto no arrancaba. Mis amigos pasaron a recogerme y antes de llegar a la Dama ibérica ya estaban envueltos en el vapor de la tristeza, confesando pequeños pecados, con el hipo anterior al llanto, relatando los dos a la vez lejanos traumas familiares. Bajé del coche en un semáforo, se había quedado sin impulso eléctrico, volví a casa bajo un sol abrasador. Los escarabajos picudos perecían junto con las palmeras a mi paso, los cajeros cambiaban los números secretos de los clientes y mi cuerpo proyectaba en el suelo una sombra más negra que la sombra negra del mismísimo diablo. Me eché en la cama y empecé a leer su libreta, las palabras se iban borrando a medida que las iba leyendo, hasta quedar tal y como la había comprado en un bazar de Bagdad, cuadrícula francesa, sin rastro de las 4.672 palabras escritas por la mano de Julia.
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