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martes, 2 de octubre de 2018

De vuelta en Nou Moles

Persiste esa sensación mientras visito mi antiguo barrio para dar una clase de guitarra, un paseo en moto por las calles que me vieron crecer. Al terminar quedo a tomar un agua con gas, llevo un chaleco vaquero que antes no me ponía por estarme pequeño y ahora resulta demasiado grande, excepto los bolsillos, que no me cabe ni el móvil. Saliendo del garaje, son ya las nueve y media, vuelvo a notar algo. Si Casandra tenía el don de la profecía pero la maldición de que nadie la creyese, yo tengo esta inútil habilidad, digamos por denominarla de alguna forma. En fin, pienso en otras cosas, sentir algo que no sé lo que es no me lleva a ningún sitio. Me siento con mi madre a ver la tv, una comedia de un país vecino, nos vamos a reír, le digo. Voy prediciendo lo que va pasando, mi madre se sorprende... ¿ya la has visto? No, pero ya he visto otras de esta actriz, está especializada en estos papeles. Ese es un pillo, a ese no le engaña, comenta mi pobre madre. No, mamá, las personas somos muy listas para unas cosas y extremadamente tontas para otras, sobre todo cuando tenemos necesidad de creer y porque, en el fondo, todos nos sentimos especiales y creemos tener derecho a algo especial. Ahí está el secreto del engaño, en captar a alguien que quiera algo a toda costa. Nos reímos, aunque las comedias de engaño siempre tienen un fondo triste, ridiculizan el dolor ajeno, si le pasa a otro nos resulta gracioso, si te pasa a ti no tanto. Un tipo anda muy triste por una calle solitaria, pisa una piel de plátano y se cae de culo, la gente ríe en sus butacas, si a ellos le doliera donde la espalda pierde su nombre, no sería igual. Es la naturaleza humana. 

lunes, 22 de diciembre de 2008

1963


     

     Nací en mi propia casa, en un época en que ya todo el mundo iba al hospital a esas cosas. Era una finca horrible, que hacía parecer a un cuartel de la guardia civil una obra maestra de arquitectura, ocho puertas en cuatro pisos más el terrado y al lado la casa de la portera que acabó en trastero. No había balcones ni galerías para las cocinas, ni terrazas.  Según cuenta mi madre nací prematuro, sin médico, sin comadrona y de pie, me anticipé un mes y por eso nací en casa. Cuando el médico, Don Miguel se llamaba, llegó dijo que era casi un milagro y que quizás fue mejor que naciese sin ayuda médica porque sino por salvar a la madre, todo se podía haber complicado mucho,  peligrando la vida de los dos. Por lo visto comentó el caso con otros médicos como algo realmente especial. Afortunadamente mi madre y yo salimos bien del trance, no sin sufrir bastante, por lo visto.  Estaba muy callado y casi parecía muerto así que recibí el golpe en las nalgas de rigor, ¡nada más nacer sufrir y llorar¡. El tubo fluorescente de la cocina tenía un problema con el cebador y cada vez que apagaban la luz alguien debía subir a una escalera para toquetearlo y que volviese a funcionar, el matasanos, es un decir,  apagaba la luz como sin darse cuenta,  para que mi tía  subiese y poder ver algo de pierna, parece una combinación entre Dickens y el Fellini. Me pusieron Santiago José que eran los nombres de mis dos abuelos, a ninguno de los cuales llegué a conocer. 
      Veo una constante en mi vida en esto, todo me cuesta más que a los demás, tengo buena y mala suerte, la mala de nacer en esas circunstancias y la buena de salir bien parado del lance. Como digo esto me ha pasado muchas veces, he añorado que todo  saliera bien al primer intento aunque al final no debería quejarme. 
Tengo el recuerdo de ser un niño muy querido y que quería mucho a sus padres, me sentía muy protegido por ellos pero también es verdad que ellos nunca han exteriorizado mucho sus sentimientos, en este aspecto era como si fueran japoneses. Mi padre era camarero y hacía muchísimas horas, recuerdo un sofá morado con unos tapetes bordados de adorno, mi madre se tumbaba y mi hermana mayor y yo estábamos por ahí, sobre el cabezal, entre las piernas flexionadas viendo la Tv., él volvía tarde. Tengo recuerdos así, de pequeñas escenas, (esto es una constante en mi vida)  pero no que pasará algo concreto sino de sensaciones. Al principio éramos mi hermana Conchi y yo,  siempre juntos y haciendo alguna que otra trastada. 
 La familia de mi padre apenas existía, vivían en otras ciudades (Londres, Sydney y Madrid) pero la de mi madre era omnipresente. Queríamos mucho a nuestros tíos y tías a los que llamábamos "los chachitos", supongo que venía de muchachitos. Cuando era un bebé y llegaba allí gritaba como un loco de alegría, a todos nos gusta que nos hagan caso, no perdimos la costumbre,  como vivían muy cerca, en una calle paralela a la nuestra,  íbamos cada dos por tres. Mi madre se asomaba a la ventana para indicarnos cuando cruzar, entonces pasaban cuatro coches a la hora, y el resto del camino lo hacíamos solos de la mano, como buenos hermanitos. Éramos los primeros nietos y sobrinos y hacíamos mucha gracia, aunque supongo que también debían cansarse y acabar un poco hartos, pero no era problema, nos volvíamos a casa y en paz.  Cuando se casaron y tuvieron hijos, entonces tenía que ser por este orden, fuimos destronados pero es mejor perder algo bueno que has tenido a no tener nunca nada.  

viernes, 11 de julio de 2008

Nou Moles


El sarampión me dejó una secuela, el estrabismo. Desde bien pequeño llevé gafas, incluyendo en el lote, una temporada sólo, uno de los ojos tapado con una especie de ventosa de goma para que el ojo más vago trabajase. Odiaba las gafas, tenían la manía de ensuciarse y, lo que es peor, de romperse. Las únicas gafas que me gustaban eran las metálicas con las que te graduaban la vista, mirabas el panel de las letras y te iban cambiando los lentes, parecían las gafas de un superhéroe. Todavía recuerdo las horas de espera para las consultas con un oftalmólogo que tenía fama de ser muy bueno. En cuanto tenías el menor roce con cualquier nano te salía con lo de “cuatro ojos” y ya estaba montada la pelea. Odiaba las gafas aunque me corregían el estrabismo y por lo menos no me llamaban bizco. Por mucho que lo he intentado nunca he visto una finca más fea que donde vivíamos, en Salvador Ferrandis Luna. Bueno, por lo menos se puede decir que era funcional. Teníamos portera, se llamaba Bonifacia, casi todos los patios tenían aunque fueran humildes, un día nos vio bajar a mi hermana mayor y a mí de la mano y nos preguntó donde íbamos. "Vamos a casa de la yaya porque mi madre se está muriendo" dije yo, la pobre mujer llamó enseguida a casa y mi madre se echo a reír, nos había dicho que nos fuéramos a casa de la yaya que la estábamos matando. Tres patios más para allá, la madre de la portera era una pobre anciana que sufría de bocio y tenía un bulto exagerado bajo la barbilla, la mirábamos furtivamente porque nos daba miedo, pobre mujer. Por aquel entonces aún se veían esas cosas, consecuencias de los años de penurias, mala alimentación y poca atención médica. Creo que era en la calle Goya donde había una vaquería, ibas con tu lechera y ordeñaban las vacas allí mismo. Había tiendas de ultramarinos que fíaban, bodegas de vino a granel, cines de reestreno y muchos otros negocios así que ya no existen. En la calle había cuatro coches, el padre de familia que tenía un 850 o un Gordini lo limpiaba orgulloso como símbolo de su status. Si te apoyabas en el coche se oía una voz desde una ventana que te ordenaba separarte del vehículo. En la esquina con la calle Almoines se formaban unos charcos tremendos, las calles del barrio no estaban asfaltadas, una vez un coche se quedó atascado y el cura de la parroquia que estaba justo allí fue a una manguera y entre varios hombres lo sacaron. Muchos años después leí que Ricard María Carles había sido el párroco de aquella iglesia a finales de los sesenta y pensé que quizás fue él la persona que vi sacar la manguera. No tiene mucha importancia que digamos pero lo pensé. Antes de que construyeran el túnel de la avenida de Pérez Galdós la vida del barrio se orientaba hacia Calixto III, a partir de la actual plaza de Arturo Piera eran campos de alfalfa o maíz, de hecho la plaza no existía. Todavía pasaban pastores con rebaños de ovejas y cabras, haciendo sonar los cencerros, por los descampados del barrio. Había líneas de alta tensión, acequias descubiertas, vertederos de escombro incontrolados, campos de naranjos o de cultivo, edificios que dejaban sin terminar, convivíamos con todo eso. Al otro lado de la avenida era una ciudad de verdad. Poco a poco dejaron de cultivar la tierra en la huerta que rodeaba al barrio, todos aquellos campos se convirtieron en solares donde la gente arrojaba los escombros de las reformas y, con diferentes intervalos de tiempo, después en fincas. Solíamos jugar por los solares a “tellas” y cosas así, crecían muchas ortigas y con cualquier madera jugabas a que era una espada y tú ibas decapitando enemigos como un gran caballero, la flor que coronaba la planta hacía de cabeza, claro. Tenía su peligro porque son urticantes y después te picaban las piernas un montón, de modo que había que hacerlo con cuidado de no emocionarse. Otro juego que solíamos llamar “El rey de la montaña” era subirse a un montón de arena, en cualquier obra había uno, e intentar mantener la posición contra todos los demás. Si caías rodando no te pasaba nada pero cada día había menos arena en el montón, los niños se la llevaban en los zapatos y en los bolsillos y luego tu madre te preguntaba que donde te habías metido. En las fincas a medio construir también se podía jugar y hacer trastadas, con o sin vigilante, uno era jugar a que no te pillase. Todavía hoy en día pienso en que era demasiado arriesgado subir y bajar corriendo por aquellas escaleras sin barandilla. De todo sacábamos un juego aunque supongo que los obreros se acordarían, al día siguiente, de toda nuestra familia. Como solía haber toneles con agua lanzábamos piedras y otras tonterías por el estilo.
A propósito de esto (¿cómo no?), escribí una canción que se llamaba Todavía sin nombre. Entre otras cosas, hablaba de ese progreso que convivía con restos de la vida anterior y esos cambios, del recuerdo de un mundo que ya no existe pero la escribí muy joven y no termino de entender porqué.

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Mis amigos me llaman Cuchillo o el tío Santi. Escribo canciones y toco la guitarra, también canto. Desde que era joven hasta ahora que no lo soy he tocado en grupos como Los Cuervos, Los Relevos, Morcillo y los Rangers, Los Brujos, Bandoneón, The Dancing Cansinos, Rocky Raccoons, Fort Mapache, Jukebox, Los Portuarios, The Mapaches o The Roller Coasters. Soy el guitarrista que no sabía cantar, el motorista al que no le gustaba correr, el lector de la Biblia ateo, puede que el tonto más listo del mundo, el padre de Dido o el hijo de la Yeyes. Como suele aparecer en algunos sobres de azúcar, hay que buscar los buenos ratos porque los malos se presentan ellos solos. Me gusta mucho leer desde niño, cocinar, tocar la guitarra y escribir canciones, navegar sin rumbo por la procelosa red de Internet, la historia y la música, el cine clásico y me gusta mucho reír, también escribir en mi blog, salir con mis viejos amigos o dar vueltas con mi Triumph. Como dijo Lennon: "la vida son las cosas que te pasan mientras tú estás ocupado haciendo otros planes" Así que intento no hacer planes nunca, sólo quiero estar a gusto sin molestar a nadie. Si lo consigo o no, tendrán que decirlo los demás.
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