Relatos para matar un rato.
El síndrome de las manos locas.
Todo se caía de mis manos, las sartenes al fregarlas, los platos al poner la mesa, las camisas antes de colgarlas en sus perchas. Todo resbalaba, todo se escurría de entre mis dedos incapaces de asir con firmeza cualquier objeto. Las llaves al abrir, los vasos al beber, los cigarrillos y los mecheros, el martillo de tapicero que usaba para partir nueces, las cáscaras y las propias nueces.
Mis manos no respondían a mis órdenes, tenían una férrea voluntad firme de dejadez descuidada, un afán ruidoso de destrucción incontrolable. Se me caía la escoba al barrer en el suelo los restos rotos de platos, vasos, caía el contenido del recogedor y empezaba otra vez el trabajo interminable, como un castigo de los dioses, condenado al fracaso desde el primer momento. Compré vajilla metálica pero mis vecinas se quejaron, sonaban con estruendo en cada caída. Mis gafas se rompieron, también las de sol, el reloj de pulsera automático, las figuras de Lladró de mi tía. Intentaba no hacer nada pero me quedé sin afeitadora, sin exprimidor, sin mando de la tv, sin slides de cristal. No me atrevía a coger mis guitarras, no quería recoger sus restos una y otra vez hasta destruirlas.
La doctora me examinó, qué raro es esto, me mandó todo tipo de pruebas, no encontraron nada. Dejé casi de comer porque acababa más comida en el suelo que en mi boca, adelgacé.
Preocupado por mi angustiosa situación, con el móvil con la pantalla partida de tanta caída, usando el manos libres, hablé con el neurólogo. No había respuesta a mi síndrome de manos locas.
Desesperado, en contra de mis propios principios y creencias acudí a una curandera.
Me miró con atención, entornando los ojos, apretó la palma de mi temblorosa mano izquierda, estuvo así durante diez minutos, explicando algo que no pude comprender sobre la energía negativa. Afirmó que mi mal pasaría en 12 horas. Recogí mi cartera del suelo, saqué un billete de 50 que también se me cayó y ella lo recogió rápida y gustosamente. Me sentí un idiota.
Una noche, siete días después, al tirar la basura, del patio al contenedor, apenas 40 pasos, la bolsa fue al suelo siete veces.
Me apoyé en un árbol esperando que mis manos no hicieran que fuera directo al suelo.
Y entonces sentí algo, me abracé a él, ese viejo árbol aburrido de ver pasar al autobús, con ganas de llorar por mis fracasos, por la vajilla de mi madre, por mi vida rota estampada en el suelo, algo en mi cerebro se reordenó.
Noté impulsos eléctricos dentro de mí, neuronas que despertaban, recuerdos que se desvanecían, errores que dejaban de importar, cicatrices que se borraban.
Las llaves no se fueron de mis manos, la sartén no voló a tierra, el tenedor no saltó al vacío.
Desperté de una pesadilla y me encontré los armarios vacíos de la cocina, sin saber qué me había pasado. Me miré las manos, como si ellas pudieran explicármelo.
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