
De las cosas que más siento no poder cambiar en mi vida es no haber ido mucho más al cine pero fui todo lo que pude. En el barrio había varios, todos de reestreno, Savoy, Aliatar y Price eran los más cercanos, acabaron convertidos en bingos, supermercados o simplemente fincas de lujo. Me fascinaban las películas de romanos como Ben-Hur, los westerns como Río Bravo, las de guerra, las de gangsters, bueno, la verdad es que casi todas. Lo que hacíamos todas las semanas era pasar y ver las fotos de las pelis de la semana, luego pasábamos por la salida de emergencia, una enorme puerta de madera, pegábamos la oreja allí y adivinábamos la película que hacían en ese justo momento según el diálogo. A veces me quedaba un buen rato allí escuchando. Cuando íbamos, con nuestros bocadillos y la botella de gaseosa, el cine a reventar de nanos y viendo, por ejemplo, Los Vikingos era la tarde especial y completa del mes. Empezaba a las tres y media o las cuatro y salíamos de allí sobre las nueve de la noche, hacían siempre tres filmes, las butacas eran de madera, duras pero daba igual.
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