RELATOS PARA MATAR EL RATO.
Hoy presentamos:
LA PESTE DE LA TRISTEZA INFINITA
Conocí a una chica con la mirada tan triste que las flores se marchitaban cuando ella las miraba. Los pájaros dejaban de cantar, la comida se echaba a perder. Tenía que encontrar algún remedio, su mirada te atravesaba y te dolía en tus huesos. Lo tengo, me contestó, pero me dan miedo los efectos secundarios. Me habló de la poción que borraba los malos recuerdos, inventada por dos sabios alquimistas de Babilonia, que consagraron su vida a encontrar la fórmula. Era capaz de eliminar los recuerdos que provocan las personas con entrañas de metal y corazón de mármol, que roban la comida de un niño y los ahorros de una viuda pobre, que rompen corazones puros y siguen viviendo sin remordimiento. Los soldados que habían visto morir despedazados a sus compañeros, que despertaban aullando, recobraban la sonrisa. Recuerdos de derrotas y causas pérdidas, traiciones o fracasos, tragedias, todo se esfumaba. Las personas rotas reían mientras movían las nubes con el pensamiento. El brebaje para borrar los recuerdos amargos hacia todo eso y mucho más, te convertía en alguien limpio y preparado para una nueva vida. Pero... ¿por qué no lo tomaba? Me dio un suave beso en el cuello con sus labios fríos y me soltó que eso me lo contaría otro día. Su beso me dejó un cardenal que tardó en borrarse de mi piel once meses y once días.
Todos mis conocidos me preguntaban por el tatuaje en mi cuello, me aburrí de tanto contar la verdad, sólo para quedar de mentiroso, así que mentí y todos me creyeron. Entonces me acusaron de no saber pasar página, de llevar en la base del cuello la marca vitalicia de un amor efímero. Intenté hablar de nuevo con la chica cuya mirada entristecía a las flores, agriaba los yogures, desafinaba las guitarras y cambiaba las revoluciones de los discos. Pasé semanas sin dormir, apenas comía, empalmaba los cigarrillos, la posibilidad de eliminar de un plumazo todos mis malos recuerdos me obsesionaba.
Resultaba evidente que se había ido a fabricar la poción e intenté seguir su trayecto por Internet. Había un vuelo misterioso, el piloto volaba tan despacio que fue sancionado, los pasajeros lloraban porque el café era negro, una azafata confesó que tenía dos amantes pero el que más la satisfacía era su marido. El poder de la chica de los ojos tristes iba en aumento, los parquímetros escupían la calderilla en Barcelona, los policías se autoinculpaban en Roma, un político egipcio devolvió tres millones en El Cairo. A partir de ahí, no pude saber nada más. Una tarde, cuatro meses más tarde, me llamó, su voz era otra, tan clara como nunca había escuchado otra voz, hizo que mis labios sonrieran y mis manos y mis pies, todo en mí sonreía, como si el mundo hubiera sido creado de nuevo cuando me dijo: "Lo he conseguido Santi, he barrido de mi memoria todos mis malos recuerdos."
Me llamó desde el aeropuerto, no recordaba su propia dirección. Cuando la recogí todo el mundo a su alrededor sonreía, no era capaz de recordar donde vivía, las ratas salían de las alcantarillas y correteaban como si no hubiera nadie, también le habían robado una maleta. Estaba cambiada, había viajado a los infiernos del olvido y la soledad, visitado el Hades de la derrota, se había perdido por los polvorientos caminos de la antigua Babilonia, atravesado el desierto de la memoria para volver rejuvenecida y radiante. Su mirada me dio paz y ya no alteraba la tonalidad de las canciones, ni hacía toser a los policías, estaba en su peso ideal, guapa como antes de la peste de la tristeza infinita. Tuve que guiarla hasta su propia habitación, todos sus ingratos recuerdos habían desaparecido. Me moría de ganas de conocer los detalles y un par de días después quedamos.
Me contó lo que le costó volver, todas las veces que la habían engañado. Emitía un aire de bondad que resucitaba mariposas pero también cucarachas. Toda la experiencia negativa ahogada en la poción la había convertido en una niña que pensaba que el mundo entero era bueno. En el pub, de su bolso sacó una botellita y una libreta, mira, me dijo, puedes olvidarlo todo, todo lo que te hizo daño, sólo es dar un trago, a nadie más se lo he ofrecido, eres un ángel y te lo mereces. Me quedé helado y dudé...
Llámame cobarde pero no me atreví. No soporté la visión de estar expuesto otra vez a los mordiscos inmisericordes del mundo sin mi amplia colección de recuerdos avinagrados. Aunque venían a torturarme con frecuencia también me prevenían de nuevos fraudes, cometería otros errores pero no los mismos.
Unas amigas suyas llegaron al pub entonces y comenzaron a gritar y abrazarse y reír como locas y beber sin pausa hasta que el reencuentro le costó 230 euros.
Al día siguiente, fumando en el balcón, vi con mis propios ojos como delante de mí se marchitaban todas las flores de mi madre. Me miré en el espejo y mi propia mirada me hizo llorar: me había contagiado de la negra enfermedad de la tristeza permanente e infinita.
Mis amigos pasaron a recogerme, el vapor de la tristeza los envolvió, confesando pequeños pecados, relatando los dos a la vez lejanos traumas familiares. Bajé del coche, volví a casa bajo un sol abrasador. Los escarabajos picudos perecían junto con las palmeras a mi paso, los cajeros cambiaban los números secretos y mi cuerpo proyectaba en el suelo una sombra más negra que la sombra negra del mismísimo diablo. Me eché en la cama y empecé a leer su libreta, las palabras se iban borrando a medida que las iba leyendo, hasta quedar tal y como ella la había comprado en un bazar de Bagdad, cuadrícula francesa, sin rastro de las 4.672 palabras escritas por la mano de Julia.
F I N.
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